XXVIII

Siempre hacía lo mismo. Antes de entrar a cualquier recinto abandonado, se detenía por unos instantes, respiraba y saludaba en silencio. No obtenía ninguna respuesta. Se lo tomaba como una falta de objeciones serias, una invitación para cruzar el umbral. Pasado el tiempo, al salir, volvía a saludar a la nada circundante. Era un enigma en una escena poblada de fantasmas. Nadie sabía si el saludo iba dirigido al lugar vacío o si se trataba de una nueva versión del amigo invisible, a modo de ritual que rememoraba las noches oscuras de la infancia. Una cosa era segura: la aparente esterilidad del acto manifestaba una muestra de agradecimiento y un gesto de complicidad. El visitante y el lugar estaban dominados por las mismas constantes. La despedida era en realidad el sello de una relación imperecedera.