XXXIX

La situación económica, el cierre y el desmantelamiento parcial o total de empresas, la reestructuración laboral, está creando una especie de paradojas vivientes, de fenómenos extraños en la ciudad a experimentar; el uso y el desuso, lo habitado y lo deshabitado, la actividad y la inactividad, conviven al mismo tiempo y en un mismo lugar, uno al lado del otro. Otra consecuencia de orden práctico es que la reducción de personal, por un lado, confiere a los lugares un aire fantasmagórico, a pesar de estar en funcionamiento, y, por otra, que los puestos de trabajo asignados tradicionalmente a labores de portería, conserjería, se suprimen por superfluos y las vías de entrada quedan libres. Puertas que deberían estar cerradas, están abiertas. Un simple trayecto en ascensor de las plantas superiores a las inferiores puede transformarse en un verdadero viaje a lo desconocido y lo inesperado. En la tercera y segunda planta del edificio reina la normalidad, mobiliario de diseño, moqueta; algunas personas. Todo en orden. Bajamos. Las puertas del ascensor se abren en el primer piso. Cambio radical de escenario, como si estuviéramos en otra parte, en otro mundo. Planta desolada, sin tabiques, cables arrancados; ni un solo mueble ni nada del más mínimo valor, paredes desconchadas. Sólo queda un extintor bajo una luz dorada que baña el vacío. La excepción un piso más abajo de la regla; la disfunción contigua a la función, la anormalidad a la normalidad. Es un verdadero choque sensorial, una conmoción en el pensamiento que resalta LA diferencia entre los dos espacios. Lo improbable es lo real. Volvemos al ascensor. Salimos a la planta baja. Otro tipo de escenario. Todo lo que se denominaría las existencias de la empresa han desaparecido, no queda ni un solo producto; estanterías vacías, incluso marcas de haber desenclavado estantes. Lo único que queda son los utensilios, la maquinaria, el mobiliario diverso, carretillas, cizallas, prensas antiguas, sillas, focos, extintores, algún libro, pero sin nadie que las utilice y sin desempeñar ninguna función. Todo inútil, inutilizado. Ha quedado fuera de la historia, privado de sentido, detenido en el tiempo. En una cartulina apoyada en un radiador puede leerse: "NO !!!". Es la última señal de actividad humana. El objeto liberado del hombre ocupa su lugar. Afuera empieza a atardecer.

XXXVIII

El hecho de que exista la actividad de ir a sitios donde nadie quiere entrar, ni mucho menos vivir, es, en principio, una buena noticia, una experiencia prometedora. Si tenemos en cuenta la situación económica actual, la precariedad generalizada, las bolsas crecientes de pobreza, y, sobre todo, que hay personas que viven ahí, en un lugar en ruinas, y así, y que darían su vida por estar en otra parte, en cualquier parte menos ahí, la valoración cambia de signo. La exploración de un lugar abandonado no puede darse desde la actitud de un sujeto que se cree por encima, mira con aires de superioridad el espacio que recorre, actitud distante del que MIRA sin VIVIR; en el fondo, cree que a él nunca le pasará algo así, que no será abandonado, que no vivirá (en) el abandono. No soy como tú es la firme seguridad que le acompaña, tanto si se refiere a otra persona como al lugar. Es la posición del que se cree a salvo y sólo mira por sus intereses, considera la piedad una debilidad. El abandono pide algo, exige una experiencia sin barreras sociales, que se viva esta inhabitabilidad, vida imposible e insalubre, a fondo y se guarde, como un preciado tesoro, al volver al mundo habitable; de lo contrario, la exploración se convierte en un acto frívolo, obsceno, más en tiempos de carestía, en un espectáculo de la pobreza y la miseria para los que (todavía) no son míseros ni pobres, ni quieren serlo. Hablar de lugares abandonados según para quién y según qué país resultaría una burla, cuanto todo está ahí, incluidas las personas, abandonadas por completo, libradas a la supervivencia y la muerte. La belleza de la decadencia sólo existe para aquellos que llevan una vida confortable. El lugar abandonado es un LUJO del primer mundo, un exotismo al lado de casa, bajo control. Todo esto se ha de expiar de algún modo, necesita una expiación, un mínimo tributo a pagar son las magulladuras, arañazos, cortes, baños de polvo y telarañas que la entrada y la exploración de un lugar abandonado ocasiona. Algo del visitante queda en el lugar y algo del espacio se une al extraño. En cierto modo, quedan a la misma altura, al mismo nivel, cara a cara, ser desvalido al lado de un espacio sufriente, marcas del tiempo en el sujeto y el objeto. Un cuerpo con memoria dentro de una espacio con memoria. Cicatriz subjetiva y objetiva. Son lo mismo. Ruina humana, herida por el tiempo, que se desplaza por las ruinas, como un harapo en movimiento. El cuerpo es la ofrenda en un espacio entregado al sacrificio; la sangre es la moneda de curso, el precio a pagar. El resto no vale la pena.  Mera diversión que obvia mirar aquello que le molesta, el abandono como un objeto de consumo que se olvida nada más salir. A los niños les gusta ensuciarse, chapotear en los charcos, revolcarse en la tierra, como forma de comunión con el mundo, de intercambio material. Son lo mismo. Igual de reales. La limpieza puede ser un síntoma de enfermedad; la mirada de desprecio, el desdén contenido, es una falta imperdonable en el reino de la pobreza. ► In memoriam M., el guardián de los gatos, que llegó realmente AL FINAL.

XXXVII

Cae una suave luz dorada sobre el suelo de baldosas blancas y negras. Sobre el pavimento en tablero de damas, una bañera blanca erguida sobre sus pies marca el inicio de una extraña partida; los tubos del agua arrancados, óxido en el desagüe. Como si fuera la primera jugada de un movimiento largo tiempo estudiado, quizá deseado, se agacha para contemplar la escena de más cerca. Frente a la bañera observa una tarjeta de visita apoyada en la pared. En toda la habitación no hay nada más. Ningún otro mobiliario ni objeto. Lee el nombre que figura en la tarjeta. No puede creerlo. Conoce a esa persona. No llegó a hablar con él, pero sabía quién era y lo veía a menudo. Después dejó de verlo. Sólo sabía una cosa de su posterior vida: Estaba muerto. Se incorporó. Ahora no era más que una pieza sobre el tablero de juego, junto a la tarjeta, la bañera, el muerto y la mansión abandonada. Había tenido que ir hasta ahí para encontrar al hombre perdido en la memoria, para encontrarlo muerto en un lugar olvidado, presencia de una ausencia, fantasma real que habitaba lo deshabitado. Era una tumba. La tarjeta representaba la inscripción en la lápida. Salió despacio de la habitación andando hacia atrás, casi sin respirar; dejó que los muertos, y sus recuerdos, reposaran en el lugar que habían elegido. La partida había terminado en tablas.
Caput tympani XXVIa