XLIX

El arte del sigilo, estar y caminar en silencio, es cada vez más una actividad residual, condenada a desaparecer, tal como manifiestan, por motivos opuestos, la invención de los juegos de sigilo, una modalidad entre otras de los videojuegos, y el espionaje masivo de las comunicaciones. Los secretos caen al mismo tiempo que surge su parodia digital, simulacro de lo que ya no puede ser; la ponzoña se extiende en todas direcciones, no deja ningún detalle al azar. En el bosque tampoco. La inoculación del veneno es lenta hasta que alcanza un determinado volumen. Camina por una pista forestal al lado del río. Los zarzales y la vegetación de ribera no cejan en su lucha por ocupar el camino; cruzan el espacio abierto, saltan al vacío, enrollados en las cañas inclinadas por el peso. Es la astucia de la naturaleza. El agua también tiene su papel. Desciende por las laderas y deshace el camino como si fuera una mera huella trazada al azar en la arena, obra espúrea. Es una zona de meandros en miniatura; el barro domina el espacio. El reino sagrado de los charcos y las fuentes. No está solo. Escucha el ruido inconfundible de la presencia humana, mezcla de palabras, andar pesado y embotamiento. Van por detrás. Hasta los animales saben que no es nada bueno llevar a nadie a la espalda, en todos los sentidos. Cuando puede sale del camino y deja que pasen. Desfilan delante suyo, nube de neurosis que no puede dejar de hablar de lo que siempre hablan, de lo mismo, incluso cuando salen de las ciudades. No tienen secretos; no quieren tenerlos. Renuncian a ser. Al igual que el trabajo, la deslocalización afecta sobre todo a la mente; da igual dónde estén, no saben dónde están, podrían estar en cualquier parte. Siguen la misma pauta abstracta, apegados a las costumbres, trabajadores incansables, se vuelcan con entusiasmo en representar el mismo guión mal escrito. Sólo cambia el escenario. El escenario ha cambiado a peor. Esta vez ha sido peor. Una vez al año, las máquinas desbrozan los márgenes para que la vegetación no invada el camino. Este año no había bastante con ello, no era suficiente, había que ensañarse más, ensanchar la pista varios metros en algunos puntos, canalizar el agua, eliminar muchas fuentes naturales y secar los charcos. Un trabajo meritorio. Desde alguna instancia, de las muchas que determinan el curso de la vida diaria, se consideró necesario abrir el paso, eliminar obstáculos, facilitar el tránsito de vehículos, bicicletas y caminantes que no saben caminar, apoyados en bastones como recién nacidos en sus andadores, marea humana multicolor que exige un mundo a su medida, adecuado a sus posibilidades. Vivir no es fácil. Las facilidades matan. Una de las mayores vilezas es querer ver cumplidos los deseos al precio que sea. Los sueños son un arma de destrucción. El CHARCO es lo más parecido al origen de la vida que tenemos; la vida en todas sus formas se ha convertido en un enemigo a abatir. Uno de los charcos eliminados era como un oasis en el camino; surgía de pronto, en un recodo, como una aparición, no había manera de verlo hasta que no estabas ya encima. Entonces todo era posible, a la vuelta de ese recodo empezaba un mundo, EL mundo, albergaba una serie interminable de sorpresas, visiones inesperadas; un día podía ser una rana que al vernos saltaba al agua, otro un pájaro a la sombra, pico naranja reluciente en la oscuridad, el zigzagueo de una serpiente bajo la superficie, niños chapoteando, siempre chapotean, incluso unos delicados pies femeninos bajo el agua, hacía calor, la punta de los dedos en contacto con el barro del fondo, la gracia en persona. El ojo saluda antes que la mano. Se felicitaba del encuentro; el saludo no hacía distinciones entre personas y animales. No había motivo para hacerlo. Ahí no. Todos eran iguales. La hospitalidad es algo obligado en los oasis. Sigue adelante. Cada 100 metros encuentra banderolas de plástico atadas a árboles, arbustos y cañas. Rojo sobre fondo blanco, bien visibles: NutriSport. El espónsor de la carrera. Ni tan sólo se han molestado en sacarlas acabado el evento. Esfuerzo inútil. Querían evitar a toda costa que nadie se perdiera. La banderola señala a la vez el camino a seguir, indica que no vamos errados, y añade un elemento de familiaridad, podemos estar tranquilos, que mitiga todo posible elemento de hostilidad del paisaje. La palabra vacía acompaña el viaje del corredor, recuerdo de una humanidad falsificada. Es lo que quieren que sea. Sin olvidar la propaganda. El sentido de la vida es algo que a nadie importa ya, pero quizá deberían preocuparse, empieza a ser preocupante, la pérdida del sentido de la orientación, la anulación de los instintos, del saber sensible, a causa del uso de dispositivos de posicionamiento automáticos. El cálculo digital, triangulado desde un cielo nada inocente, suplanta al cuerpo. Por sí mismos, solos, cada vez menos individuos saben, sabrán dónde están, desorientados hasta el punto de no saber por dónde ir, qué hacer y quiénes son. Están completamente perdidos. Más que nunca. Presas fáciles. La máquina tiene la respuesta, aparenta responder a los que no lo son; apaga la vida porque así ha sido solicitado, incluso mediante súplicas, desconexión del soporte vital. Lo orgánico se adapta a lo inorgánico. Es la ley de obediencia debida. La servidumbre está a los dos lados. El viento se ha llevado una banderola hasta el río, reposa en su superficie como una serpiente enrollada, moribunda, al lado de detritus de todo tipo. Brilla bajo un sol que no merece. Una botella medio hundida, erguida como el faro de una civilización extinta, hace guardia en el cañaveral. La carrera ha terminado. No hay ganador. Los estadios llenos de prisioneros. Al final el deporte no es bueno para nadie, se revela una actividad condenada al fracaso, una huida hacia adelante, canto entusiasta a la muerte. Los corredores yacen bajo el agua. Ahogados con los ojos abiertos. No parpadean. Se deslizan hacia la oscuridad. El año que viene el agua volverá a romper el camino; las zarzas invadirán el terreno e impedirán el paso. Es inevitable. No podrán hacer nada. Lo saben. Han tocado fondo. Por mucho que corran.

Sonus detritum CLXX (a-d)